lunes, 21 de mayo de 2012

ACTO 12 (Vol. 3)


  Las desdichadas aventuras y peripecias de nuestro particular grupo de Warhammer continuan con esta entrada narrada por Magmar, en la que los sufridos PJ-s hacen turismo de riesgo por el pueblo de Wittgendorf, para hacerse una mejor idea del infierno en el que se acaban de meter.

26 de Sigmarzeit (Después del mediodía):

  Tras la comida de rigor, el grupo al completo nos dirigimos a realizar el consabido paseo digestivo por las calles de aquel tétrico pueblo, con el fín de familiarizarnos con el lugar y encontrar posibles salidas de emergencia para la huída desesperada que ya vaticinábamos.

  Las sorpresas desagradables estaban lejos de haberse terminado, y nada más salir de la posada, los mendigos de Wittgendorf comenzaron a congregarse de nuevo a nuestro alrededor pidiendo limosnas, momento en el que nos percatamos de algo común a todos ellos, y que no era otra cosa que la ingesta desmedida de alcohol, pero no de los comunes tetrabricks de Don Dimon, si no de unas extrañas botellas azules que llevaban muchos de ellos, y que ya nos provocó empezar a pensar cosas raras.

Claaaaro, por que lo normal es que el azul sea el borracho, y no la botella.

  Los mendigos no nos habrían arrinconado de nuevo de no ser por la acongojante visión que tuvimos en el paseo, y que nos dejó terripilados: muerto, colgando de los pies de las ramas de un árbol y con las muñecas cortadas, encontramos cerca de la linde del bosque que rodeaba el pueblo, al viejales que los tres soldados habían sacado a hostias de la posada.

  La macabra visión nos paralizó de terror, momento que los mendigos aprovecharon para rodearnos y tratar de echar mano a nuestras pertenencias sin éxito, ya que en ese momento apareció de una de las calles cercanas un hombre elegántemente vestido que se presentó como el galeno del pueblo, un tal Jean Rousseaux. El autoritario y regordete hombre espantó a los mendigos, y al pedirle explicaciones por el cadáver, nos contó que los guardias del castillo estaban descontrolados ejerciéndo de crueles recaudadores de impuestos que se quedaban ellos, ante la incapacidad de las damas de la familia Wittgenstein de llevar el pueblo, lamentándose por la vida del pobre desgraciado que servía ahora de bonito adorno navideño colgado del árbol frente a nosotros.

  Rousseaux se disculpó por parte de los Wittgensstein de las actuaciones de la guardia, y al jercer también como médico personal de la familia noble, nos invitó a cenar con la señorita Margritte en su propia casa del pueblo la noche siguiente, para que descubrieramos por nosotros mismos la bondadosa naturaleza de los Wittgenstein. Tras agradecerle la invitación, y decirle que lo pensariamos (y muy mucho, por cierto), el hombre nos indicó cual era su casa, y se alejó a buscar a quien le ayudara a descolgar al mendigo colgado cual chorizo cantimpalo. De modo que procedimos a continuar con nuestro paseo, no sin antes reparar en la lejanía, la silueta de alguien que había observado toda la escena desde cerca del molino del pueblo. Dicha persona, al verse descubierta, se metió en el molino, desapareciendo de nuestra vista.

  Así las cosas, terminamos llegando a final del pueblo siempre a la sombra del temible Castillo Wittgenstein cuya imagen se puede ver en la cabecera de este nuestro blog, y protagonista indiscutible del paisaje local, ya que se podía ver desde cualquier parte de Wittgendorf. Más allá de la periferia del pueblo, tras un pequeño río que desembocaba en el Reik, vimos el templo de la villa, dedicado a Sigmar. El estado del edificio era penoso, pero la aparición en ese momento de un grupo de 8 hambrientos mendigos persiguiendo a una desesperada oveja de dos cabezas, dejó todo lo visto hasta ese momento a la altura del betún. El shock de la esperpéntica visión nos dejó alelados, pero duró poco, puesto que los protagonistas del espectáculo desaparecieron internándose en el oscuro bosque, en pos de la bicéfala oveja fugitiva.

 
 Viendo esto, no es para menos que la oveja se quedara con todo el protagonismo del pueblo.

  Nos extrañaba mucho el ruinoso y pésimo estado del templo de Sigmar. Tanto, que entramos a ver cómo estaba por dentro. Tan mal como por fuera, o peor. Habían robado todo de lo que pudieran sacar dinero, lo cual era de esperar, pero en el altar del templo encontramos una llave que cogimos para ver qué abría, y un libro que hablaba de Sigmar.

  Arty debió haber comido algo en mal estado, porque dijo que escuchó una voz en su cabeza, aunque si el hecho de que los faroles del lugar estuvieran encendidos ya era raro de cojones, que parpadearan tras la confesión de Arty resultó algo inquietante.

  También vimos la habitación del sacerdote, la cocina, una sala en la que se preparaban los cadáveres para el entierro y el archivo, para cuya cerradura valía la llave encontrada. De esos lugares el único del que sacamos algo fue del archivo, en donde hayamos multitud de registros del pueblo: nacimientos, bodas, entierros... y en general numerosos documentos relativos al pueblo que lógicamente iban al cargo del sacerdote de Sigmar que allí había debido de ejercer. Como era información muy valiosa, y además, muy densa como para detenernos a estudiarla en aquel momento, decidimos llevárnoslo todo a la posada para que Hans, junto a Arty y Al, estudiaran toda aquella información.

  Las criptas las dejamos para el final, y es que Karin estaba algo asustada (y la jugadora también xD). Todos los nichos excepto uno, que era de un templario llamado Siegfried von Kesselring según la placa del nicho, estaban vacíos, y había huesos roídos por el suelo, así que pronto pensamos en necrófagos, o en su defecto, en vendedores del Círculo de Lectores. Cuando nos acercamos al nicho lleno, Arty volvió a flipar, esta vez viendo brillar las letras de la placa del mismo. Llamado por la curiosidad, Arty fue el único en arriesgarse a abrirlo gracias a la seguridad que le daba su propia pala, y a su experiencia en esos menesteres, de modo que ayudado de su legendaria herramienta para hacer palanca y abrir el nicho, profanó el descanso del muerto, y cogió un brillante mandoble con runas enanas que halló junto al podrido cadáver en el interior, y que no supe leer (en realidad, ni esas ni ningunas).

Así de versátiles son las palas, lo mismo te sirven para abrir una tumba,
que para bombardear la posición del enemigo.



  Había un par de pasadizos más en aquellas catacumbas que recorrimos, hasta que de uno de ellos empezamos a escuchar voces que hablaban entre ellas, mencionando que Margritte les estaba dejando sin comida, y que los forasteros parecían sabrosos. Como estos caguetas no se fiaban de ir delante tras la mención de "los forasteros" (que ya nos imaginábamos quienes eran), lo hice yo con mi ballesta, así que cuando los supuestos necrófagos preguntaron por quienes éramos sin darles nunca la posibilidad de vernos cláramente, dije que éramos del castillo, momento en el que nos dejaron en paz. Cuando vimos que esos pasadizos terminaban en el cementerio, dimos la vuelta, para salir de allí por la puerta del templo.

  Una vez regresamos al exterior, volvimos a la “mejor posada de la ciudad", debido a que nos encontrábamos ya algo cansados de tantas emociones, y a que ya anochecía, y ninguno de nosotros tenía ganas de salir de marcha por la noche en un pueblo como aquel, en donde ya temiamos que lo mejor que te podía pasar a altas horas de la noche paseando por las calles, era que te comiera un crustaceo mutante. De modo que nos retiramos presurosos, a pasar la noche en la posada. Ya habrían mas emociones y tal vez aclaraciones, a la mañana siguiente, cuando estudiáramos los documentos hallados en el templo.